El pintor de batallas



El no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Solo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables. Desde el principio había buscado algo diferente: el punto desde el que podía advertirse, o al menos intuirse, la maraña de líneas rectas y curvas, la trama ajedrezada sobre la que se articulaban los resortes de la vida y la muerte, el caos y sus formas, la guerra como estructura, como esqueleto descarnado, evidente, de la gigantesca paradoja cósmica.


Un día de rutina laboral, de tenso y silencioso ballet, sutiles pasos de baile entre niños que morían extenuados ante los objetivos de sus cámaras, mujeres enflaquecidas con la mirada ausente, huesudos ancianos sin otro futuro que sus recuerdos


Cacerías solitarias, viajes sin principio ni final, paisajes devastados de la extensa geografía del desastre, guerras que se confundían con otras guerras, gente que se confundía con otra gente, muertos que se confundían con otros muertos. Innumerables negativos entre los que recordaba uno de cada cien, de cada quinientos de cada mil. Y aquel horror preciso, inapelable, que se extendía por los siglos y la Historia, prolongando como una avenida entre dos rectas paralelas larguisimas, desoladas. La certeza grafica que resumía todos los horrores, tal vez porque no existía mas que un solo horror, inmutable y eterno.


Lo que no había modo de fotografiar era el zumbido de las moscas, ellas si que ganaban todas las batallas, ni el olor, evocadores de tantos otros olores y zumbidos, moscas y hedor entre cuerpos hinchados en Sabra y Chatila, manos atadas con alambre en los vertederos de San Salvador, camiones descargando cadáveres empujados por palas mecánicas en Kolwezi. Un fotógrafo hábil, había dicho alguien, podía fotografiar bien cualquier cosa. Pero quien dijo eso nunca estuvo en una guerra. No era posible fotografiar el peligro o la culpa.

¿Cuántas veces han calificado los críticos y el público esas fotos de bellas? Recuerda al Che Guevara muerto, bello como un cristo en la foto que le hizo Freddy Alborta. O la belleza de los parias de Salgado, la belleza de los niños mutilados de Gerva Sanchez, la belleza de aquella mujer africana a la que fotografiaste agonizando, la belleza de las fotos que Roman Vishniac hizo en los guetos de Polonia, la belleza de las seis mil fotografías hechas por Nhem Ein a cada preso, niños incluidos, que iba a ser ejecutado por los jemeres rojos. La belleza de toda esa bella gente que sabemos iba a morir. No, querido ¿Conoces aquel viejo anuncio de la Kodak? Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto. En un mundo donde el horror se vende como arte, donde el arte nace ya con la pretensión de ser fotografiado, donde convivir con las imágenes del sufrimiento no tiene relación con la conciencia ni la compasión, las fotos de guerra no sirven para nada. El mundo hace el resto: se las apropia apenas suena el obturador de la cámara.

¿Ya sabe por que el ser humano tortura y mata a los de su especie? … En estos treinta años de fotografías, ¿Obtuvo alguna respuesta?


¿Sabe lo que pienso ahora? Que fotografiar personas es también violarlas. Golpearlas. Se las arranca de su normalidad, o tal vez se las devuelve a ella, de eso no estoy muy seguro… También se las obliga a afrontar cosas que no entraban en sus planes. A verse a si mismas, a que se conozcan como nunca se habrían conocido de otro modo. Y a veces se las puede obligar a morir.

¿Llega uno a endurecerse lo suficiente? ... Quiero decir si, al final, cuanto pasa ante el objetivo de la cámara le es indiferente al testigo, o no.

No estoy seguro de la palabra: responsabilidad. Siempre procure ser el hombre que miraba. Un tercer hombre indiferente.
Cuando llego la nueva punzada de dolor, el pintor de batallas apenas se dio cuenta. Nadaba concentrado, vigoroso, adentrándose en el mar con buen ritmo y precisión geométrica, en una línea recta que cortaba en dos mitades exactas el semicírculo de la caleta. Sentía en la boca, junto al sabor de la sal, el cobre de la moneda para Caronte. Se pregunto que habría mas allá de las trescientas brazadas.


Comments

. said…
las fotos muy bellas, pero el modelo toda una revelacion, para tener en cuenta.